Era una tarde lluviosa,
por ahí paseaba
un poco destartalado
el arlequín.
Era ya tarde
y entre sus manos
como siempre se desteñía el fin,
en su rostro un escudo blandía,
Tristán era inseguro
como una sombra del día,
precisamente así,
tarareando la melodía
melancólica que solamente
hacia sus adentros se arriesgó a permitir.
Por algunos instantes desapercibidos
el tiempo lo capturó,
dijo hacia sus adentros:
-Que sea la última vez,
solos vos y yo.-
Nuevamente esa sonrisa,
la que no se formulaba por su carne,
allí yacía Sofía, su amante;
tendida seductoramente
sobre su santuario de rosas,
-Ni un solo pétalo,
no esperaba menos de vos,
oh mi diosa-
-Cristo estaría orgulloso de vos,
oh mi mártir-
Así se sumergieron en un mar de placer,
la diosa y el arlequín,
el poder encarnado
y la subordinación del sufrimiento.
Así reposó Tristán su triste albedrío,
en la única decisión que fue capaz de tomar,
valerse del amor de su muerte amada,
ella era paciente,
pero su amado sabía quera tarde, ya.
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